martes, 6 de octubre de 2020

Crónicas del vinilo chileno XI por Roberto Hofer: Circular afición de un enclave de orejas de “alto calibre”

[Tiempo De Lectura 7' Aprox.]

- Lo limitado del catálogo nacional no impidió a febriles coleccionistas nutrirse tempranamente de vinilos de importación, aprovechando la cercanía con Argentina.


ºEn Magallanes la lejanía y letanía del viento movilizan al intelecto a nutrirse de apetencias culturales. Aquí el formato del vinilo encaja como círculo virtuoso (o destino circular), alzándose el coleccionismo como pretexto justo y necesario para trazar un paréntesis en nuestra trayectoria del vinilo nacional.
En Magallanes, este “bichito” fue tempranamente alentado por los vinilos importados de la discoteca Domic (años de “Puerto Libre”) y la cercanía con Argentina.

En mi faena reporteril, en 2007, justo a los 30 años de la muerte de Elvis Presley, tuve el agrado de entrevistar al melómano Armando Cárdenas Henríquez y de constatar ese amor de quien lleva decenios coleccionando, pues siendo niño en la década del ’40 le tocó vivir los años de la masificación del vinilo y paladeó música docta, popular y mexicana, pasando por el rock.
“Elvis empezó a sonar fuerte en Punta Arenas por allá por 1957 ó 1958, con un furor un poco tardío del rock en las fiestas populares”, evocaba sobre el fenómeno iniciado en 1955. Al impacto de su ídolo le siguieron Bill Halley, Little Richard y otros grandes del género, y recordaba que ya al poco tiempo los Teen Tops impulsaron el rock en nuestro idioma, liderados por Enrique Guzmán (el mismo de “Popotitos”).

Leyenda del “Ciruelo”


En aquellos tiempos el disco de vinilo corría de mano en mano y era un formato muy preciado (no había pirateo en casete). Un personaje relevante de fines de los ’60 e inicios de los ’70 fue el melenudo Carlos Kelly Petersen, el popular “Ciruelo”. Este “hippie” local y exclusivo coleccionista de música de vanguardia fue noticia nacional a raíz de un repudiable episodio, por allá por 1968, en que fue rapado por detectives en plena vía pública, junto a su “partner” Eduardo Henríquez.
Sergio Prieto Iglesias, amigo de adolescencia de Carlos, recuerda su estilo de vida muy adelantado para la época, pues él siempre escuchaba música que no tenía nadie. Grafica que un día “Ciruelo” le mostró el tema “Kyrie Eleison”, clásico del canto gregoriano en la versión rockera de The Electric Prunes. Éste para nada pretendió explotar su imagen estrafalaria, y se hizo conocido ayudándole de muy joven a su madre en un negocio en el barrio Croata.

Héctor Rivera Alarcón, ex músico de Los Encajes Blancos, señala que la onda de Kelly era pasearse con muchos discos bajo el brazo en la calle. Incluso cree que él tenía algún familiar en Europa, pues solía lucir ropa diferente y música que no se veía acá. De hecho, en 1970 “Ciruelo” mostraría por primera vez a unos atónitos Encajes Blancos el álbum “Abraxas” de una banda llamada Santana.
Un día Carlos desapareció y se supo que emigró a Buenos Aires en busca de un mejor destino. Allí dicen que se codeó con la crema y nata del rock argentino. Una enfermedad se lo llevó silenciosamente en Santiago un día de julio de 2005. Allí vivía quitado de bulla, aunque nunca lejos de selectas disquerías.

Los discos de Juan


Otro referente del coleccionismo y amante del rock, quien respiró de lolo el mismo viento liberador del legendario “Ciruelo” es el hoy casi setentón Juan Muñoz Delgado. Éste no sólo se nutrió de pastas chilenas al incorporar material exclusivo en vinilo desde Argentina. Allá se editaba un amplísimo catálogo de música de vanguardia europea y yanqui, además de artistas “ché”. En entrevista a El Sofá en abril, Juan relató al colega Cristian Saralegui que por allá por 1976 se la jugó para traer cientos de títulos importados, al gustarle “el rock, la música clásica, el blues, el jazz”.

En los años ’70 lo conocían como “Spinetta” –en alusión al “Flaco” Luis Alberto- e incursionó en todo lo imaginable: artista, carpintero, encuadernador, mueblista e inclusive músico, tocó en locales nocturnos y tuvo su banda rockera, siempre apasionado por desarrollarse en las cosas que más le gustaban. Como su quiosco de venta e intercambio de revistas, que llamó con acierto “La Naranja Mecánica, en Martínez de Rozas casi llegando a Martínez de Aldunate.
Sello característico de sus discos era la artística firma “Juan” al reverso de cada carátula, en lápiz pasta, hecha en una especie de horma y con la tipografía inconfundible de la banda psicodélica neoyorquina Gandalf, que sacó un disco homónimo en 1969 –jamás editado en Chile y hoy una rareza-.

Tristemente en los años ’90 él sufrió el robo de toda su discografía desde su propia casa. Con el tiempo, varios de sus discos aparecieron en locales de compraventa y de remates. Ilógico destino para verdaderas joyas si él fue además el primero en traer bandas “pesadas” argentinas, rock psicodélico y progresivo para mostrarlo a este lado del alambre.

Punto aparte, alrededor de 1994 unos cinco mil vinilos dados de baja de radio Concierto FM llegaron a Punta Arenas. En las casas de remates se vendían a 2 mil pesos.

Región melómana

La parrilla radial magallánica dio cabida en los años ’70 a muchas emisiones interactivas con coleccionistas locales que compartían sus discos, entre ellos Fernando Frank, Pedro Ángelo, “Vitoco” Díaz o José Frangópulos. A alguno lo conocí a fines de los años ’90 en otra “volada”: deshaciéndose de sus long plays al mudarse al formato digital.

Mucho rock clásico llegó a tener Claudio Fierro Díaz y la colección completa en su época del “Flaco” Spinetta (cuando llevaba treinta y tantos vinilos). A medida que salían, año a año los importaba de Argentina. Era tan fan del rosarino que le puso “Almendra” –como una de sus bandas- a una disquería que abrió hace tres décadas y pensó ponerle “El Jade” –banda también del “Flaco”- a otra con música más exclusiva, pero que nunca abrió.
Rememora que se nutría en los ’70 y ’80 con Discoteca Domic y American Product, local de importaciones yanquis que funcionó en José Menéndez, entre Chiloé y Sanhueza (hasta que se disparó el dólar) y donde pilló en 1979 el aún desconocido “The Wall” de Pink Floyd. “Cuando ibas a Domic o a American Product, llegaba un producto en vitrina y lo podías abonar al tiro, por 24 ó 48 horas”, me contó. Solía no haber más de tres copias por título importado, y a veces la única, por lo que muchos iban cada día sólo a ver los vinilos reservados –algunos “de miedo”-, en espera que el interesado no volviera y poder llevarlos, lo cual se dio a menudo.
Claudio disfrutó del cambalacheo, de la emoción y mística del vinilo, pero como coleccionista y comerciante al final igual vendió su “oro negro”.
Ya en los ’80, varios DJ brillaron y forjaron colecciones como Diógenes Farfán, Víctor Muñoz (DJ Gallo) o Ronald Feeley, quien luego fundó en Santiago la tienda Funtracks.

Con el actual auge del vinilo los coleccionistas se multiplican y desde 2016 existe la agrupación Melómano Magallánico, creada por Fernando Gallardo Nahuelneri y Patricio González Garay. Suman más de 80 fanáticos, buscando dar rotación a su música y cultivar el gusto por el formato en periódicas juntas –que el Covid pausó-.
Al cerrar este redondo paréntesis, concluiremos que mientras Chile editó vinilos –independiente de su limitado catálogo-, lolos con orejas de alto calibre apuntaron aún más alto desde Magallanes, de la mano de una búsqueda más estética y contracultural. Muchas joyas desenterradas dan hoy cuenta de ello.



Este vinilo clásico de U2 (edición brasileña) luce la rúbrica en tinta roja de Víctor Muñoz, conocido en los ’80 como DJ Gallo.


En cada uno de sus discos, Juan Muñoz Delgado trazó su artística e inconfundible firma al reverso de la carátula


La agrupación Melómano Magallánico es una instancia de encuentro entre nuevos y viejos cultores del formato.

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